“Me avergüenza decir esto, pero soy una mala budista”. Esta fue la confesión de Rachel a nuestro grupo budista al final de nuestra sesión de meditación semanal. La meditación no ha hecho que se termine su sufrimiento, así que ella tenía que estar haciendo algo mal. Después de años de practicar, su preocupación con su yo se ha negado tercamente a irse, así que tenía que ser una mala budista.
Para el alivio de Rachel, todos en el grupo hicieron un gesto de reconocer su afinidad. Ella tuvo el valor de hablar del lado oscuro de la promesa budista de lograr la sanación, –basada en la concepción errónea de que si tu práctica no te quita el sufrimiento, entonces algo anda mal con tu práctica.
Para aquellos que se embarcan en el Óctuple Sendero del Buda, su promesa de sanación puede parecer como el famoso dar gato por liebre. La carnada es que, de una vez por todas, la práctica budista nos va a salvaguardar del dolor de la vida. El cambio viene cuando vemos que el enemigo somos nosotros –que el pequeño yo que juzga y se aferra es la fuente de sufrimiento de la cual el Buda nos prometió aliviar.
En la meditación, un involucramiento profundo en el momento presente se experimenta comúnmente como un acto de suavizar o desaparecer el sentido de yo, un sentido de unidad con el mundo que alivia la soledad y el aislamiento.
En nuestro grupo Zen, cantamos los cuatro recordatorios. Estos nos hacen recordar las verdades del pequeño yo –que cada uno de nosotros se enferma, envejece, y va a morir. Algunas personas huyen tan rápido como pueden de estos hechos “sombríos”, pero para otros, el acto de hablar estas verdades es un bálsamo para el alma. Cuando los reconocemos, podemos dejar ir parte de las demandas imposibles que hacemos de la vida; reconocemos nuestro predicamento humano compartido, y empezamos a descubrir un yo más amplio que es espacioso, que siempre está cambiando y que no tiene límites.
El descubrimiento de este yo más amplio sucede para muchos de nosotros a través de la simple práctica meditativa de estar presente; sea que estemos sentados en un cojín o caminando en una banqueta. En las palabras de Dogen, es en los momentos cuando “el cuerpo y la mente propios se disipan” que experimentamos un sentido de espaciosidad e interconectividad que nos trae un muy bienvenido alivio del sufrimiento del yo pequeñito. ¿Pero cómo funciona esto?